Un ajetreo matinal tan propio del área central y la multiplicación de edificios en altura va despojando a calle Malvinas de ese carácter reposado, vecinal, que supo revestir de amabilidad a la convivencia diaria. Fotos: Gustavo Cabral.
Víctor Fleitas / [email protected]
La apacible Malvinas no fue alcanzada del día para la noche por esa mancha de vehículos a la espera de que sus propietarios cumplan el horario de trabajo en el centro cívico. Pero cuando los vecinos de mayor antigüedad experimentan el desasosiego de habitar un espacio literalmente tomado, prestan menos atención al proceso y prefieren remitirse a momentos y circunstancias en los que la calle tenía rasgos identitarios más firmes y una dinámica comunitaria específica, inscripta en nociones menos instrumentales del tiempo y del espacio.
Cercana a la costanera alta, barrial y coqueta, acogedora, Malvinas atesora una serie de frentes que han resistido los planes de remozado y las modas, sin importarle del todo si al lado busca alcanzar las estrellas un gigante de hormigón armado, mientras los albañiles chacotean un rato, las motos en la vereda, antes de ingresar por el portón de chapa al obrador.
Es verdad, a lo largo del puñado de cuadras que separa Santiago del Estero de San Martín, Malvinas despliega un halo protector sobre una serie de casas, de una planta o a lo sumo de dos, constituyéndolas en testimonios de épocas pretéritas. En esas dimensiones interiores ningún producto de limpieza ha logrado borrar el recuerdo de lo pitado, pese al esmero dispensado.
De hecho, si el olfato fuera la guía principal, podría adivinarse el otrora rincón del habano, lector de diarios y libros; los mentolados sueños de independencia; el dulzor penetrante de la vainilla en la pipa que arde o la voluta espesa del cigarrillo negro, impregnados en cortinas, alfombras, tapizados y maderas. Malvinas guarda esas postales sensitivas, sobre las que vuelve en días aciagos.
En transformación
Afuera, la calle, autómata, luce un desenfreno automotor cuyo impacto sonoro no morigera la ancha vereda, en la que impone condiciones una gramilla generosa, imán de mascotas, patrimonio vivo que jerarquiza el perfil de Malvinas y realza la perspectiva general.
Por cierto, también la distancia entre cordones es suficientemente amplia, con dos carriles de circulación en sentido oeste-este y un tercero para estacionamiento. Si al primer golpe de vista pareciera que el paisaje se hubiera encogido es por culpa de las invasiones bárbaras del parque automotor, que toca bocina, frena y acelera en los cruces con Tucumán, Santa Fe y Buenos Aires mientras busca atajos tras el oriente, toma hacia el Parque o dobla al centro; pero, además, porque en el caos general por la búsqueda del espacio libre los autos y camionetas de los residentes montan la acera y aguardan allí que la suerte les guiñe un ojo, lo que rara vez ocurre.
De personalidad cambiante con las estaciones, Malvinas se integra a una trama de la que también forman parte sus paralelas, Garay y Mitre. Todo ese sector es un hormiguero en plena actividad durante los días hábiles, especialmente por la mañana. Al alocado tránsito lo aviva el hecho de que sea zona de paso hacia el área central pero también porque la presencia de espacios escolares, bancarios, comerciales y gastronómicos arremolina las voluntades, lo que va generando circunscriptos hervores con capacidad para arrebatar los ánimos, incluso los más templados.
Desde la siesta esa intensidad decae y el peatón encuentra nuevas razones para desandar las cuadras siempre iguales y distintas, oxigenar la vista y disfrutar de un entorno en el que edificios y naturaleza dialogan amablemente, tanto como los caminantes que la recorren.
Sectores
Malvinas nace en Santiago del Estero, en un borbollón de padres que dejan o buscan a sus hijos del jardín. Luego sucede mansamente hasta que se deja llevar por un torbellino de servicios y edificios en torre; no obstante, desde Buenos Aires y hasta San Martín, antes de pasar a llamarse San Lorenzo, recupera ese aspecto vecinal de las primeras cuadras.
En Malvinas, el arbolado es discontinuo, desparejo, mejor cuidado en los tramos donde predominan las viviendas unifamiliares. Hay sectores donde la presencia del jacarandá es marcada; en otros, se ralea e incluso desaparece: es como si una combinación de plagas (tormentas de viento, enfermedades y falta de políticas de reposición) se hubieran unido para desdentar la hilera.
Mientras los almanaques se deshojan sobre Malvinas, empleadas y propietarias repasan con escobas plásticas un presente fugaz. Lo hacen con cierta gracia, con un método y una rítmica que ya aplicaron sus antecesores, aunque prefirieran la escoba de paja, que se iba amoldando al estilo del barredor. Una y otra vez recorren la vereda, a favor del viento, desde la línea de edificación al cordón. Saben que el efecto es efímero, pero insisten.
De a ratos se juntan, hablan del clima, de los días más cortos, de la pandemia y, sin querer, emergen las evocaciones del cielo violeta en el túnel vegetal; las anécdotas de los murciélagos que perdían el rumbo y terminaban generando espanto dentro de las casas; del sillón y la reposera en la vereda, que solía reunir a más de una familia; y las escapadas hasta el Bar Alberto para darse una panzada de alemanidad.
Durante esos suspiros, la circunspecta puntualidad de Luciano Cozza vuelve a enderezar sus pasos hacia El Diario. De espaldas al dibujante, en el banco de plaza del 233 un papá sienta a sus pequeñas de ojos claros, una en cada pierna y, mientras las gurisas se disputan el abrazo y hacen equilibrio para no caer al abismo del olvido, regresan los fuentones de aluminio al medio de la calle y, con ellos, los carnavales con bombitas o globos de los que participaban grandes y chicos.
Entonces, mientras sonríe, Malvinas respira profundamente y se prepara para los cambios que no puede detener.
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