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Migrar, hasta ser un poco de aquí y otro de allá

El relato de la experiencia de vida de un migrante, nos permite asomarnos a un mundo sencillo, en el que quien llega va haciéndose un claro en medio de la jungla, donde no falta quien se aprovecha de la situación de orfandad. De su expresión, emergen claves de arraigo y desarraigo que no siempre son considerados en los textos académicos.

Griselda De Paoli / Especial para EL DIARIO

 

Es difícil ponerse en el lugar del otro y pensar lo que se siente cuando se le trastoca el contexto socio cultural, económico y familiar. Cómo tener fortaleza para superar la tensión constante entre lo viejo y lo nuevo, cuando o que está en juego es la identidad, la adaptación o no, la necesidad de acomodarse a los usos, costumbres y leyes del país que recibe al migrante y que le impone condiciones para insertarse. Cómo salir adelante sintiéndose entre dos culturas.

Por las características de la experiencia, el relato en primera persona de un migrante siempre es conmovedor. Nos pone frente a la vida y al desafío diario, en medio de una soledad afectiva y de cierta desarticulación familiar, que, aunque se sepa temporaria, está repleta de incertidumbre.

Este relato, registrado en 1986, en primera persona, nos trae a la vida cotidiana, al mundo real más allá de su teorización, dejando a la vista la experiencia socio cultural y emotiva, desde lo vivido, de tal forma que al relatarlo se va y se viene en el tiempo, se va de cosas generales a cuestiones muy puntuales y se trae la emoción, la tristeza, la alegría en cada recorte de memoria contado desde el hoy.

“La razón principal para decidir irme de mi país fue que después de la guerra, de la última guerra, había un ambiente que parecía que chocaban Rusia y Norteamérica; parecía que se iban a agarrar, entonces teníamos miedo y decía: voy a salir de acá.

“A América vine en el año cuarenta y ocho, en el barco Mendoza, directamente a Buenos Aires, porque ahí tenía tres o cuatro amigos del mismo pueblo que hacía unos meses que estaban acá, trabajaban en la ciudad de La Plata, cuando hacían la ciudad Evita, tiempos del presidente Perón, entonces yo fui a trabajar con ellos.

“Vine por mi cuenta, tenía parientes acá, me pagaron el viaje y vine a vivir en Martínez; íbamos en colectivo a trabajar allá a la mañana y a la noche volvíamos. Alquilábamos una pieza entre 4 o 5, pagábamos treinta pesos por mes, pero no había una cama para cada uno, había dos camas turcas, dos dormíamos en el suelo, en un colchón, y nos turnábamos una noche cada uno para dormir en la cama. Había que reírse, era el lado divertido.

“Primero trabajamos ahí en Buenos Aires con una empresa italiana que hacía la ciudad Evita y ahí hicimos un galpón de 100 metros por 50 metros que ponían dentro máquinas textiles que estaban en el puerto. Se estaban construyendo unos lindos chalecitos, con tejido alrededor, muritos delante, lindo, muy lindo. Ahí fue donde gané plata para pagar el viaje. En cuarenta días gané cuatro o cinco mil pesos que por entonces era mucha plata. El viaje me costaba 1.200 pesos, pagué el viaje y compramos un coche Buick de 6 cilindros, un coche viejo y nos chocó un colectivo la primera vez que salimos y tuvimos que pagarle el arreglo; se fue la ganancia.

 

Escalas

“La empresa en la que estábamos tomó un trabajo en Corrientes: 5 escuelas en el campo, allá por arroyo Solís. Había monos allí. Era un gran sacrificio, mosquitos, jejenes, nos picaban.

“Mientras tanto mandaba todo lo que podía a Italia para sostener a mi familia, hasta que pude traerla. Era duro estar aquí solo pero cuando llegué me saqué las ganas de comer chancho. Entonces iba a comer en una trattoría y siempre comía, a la mañana y a la noche, costeleta de chancho y lechuga, con una botellita de vino de medio litro y pagaba tres pesos. ¡Cómo me gustaba¡ Se trabajaba, se ganaba bien con la empresa italiana que hacía las escuela y después como yo era carpintero, con otros dos agarramos contrato con una empresa que hacía aberturas. Me dieron una casa de las Evita, ahí en Corrientes, y me ayudaron a traer a mi familia.

“Me gustaba Corrientes, trabajar el monte y en la cosecha de naranja y cuando venía a casa traía bolsas de naranjas. Pero era desesperante el calor.

“Después de esto, entregué la llave del chalecito a un militar de Paraná que era transferido a Corrientes; me dejó 10.000 pesos de aquel tiempo y compré una casa y me vine a Paraná por el 52 o 53, con una máquina cepilladora Y vinimos ahí, a calle Paraguay y trabajé como carpintero, en calle Andrés Pazos, en una carpintería que se llamaba Ferreira, que tenía corralón de madera. Y me hice ciudadano argentino porque, si estás acá, hacete ciudadano argentino y cualquier cosa que se presenta es más fácil.

“Después me fui a trabajar a Fabritex, ya había hecho un trabajo particular por ahí en calle Buenos Aires frente a la Biblioteca Popular, a veces una mesa, otras una silla, había varias cosas allí para hacer, pero yo no tenía carácter para cobrar. Venga mañana, pase mañana, vuelva otro día. Entonces, me ofrecieron trabajar en Fabritex y me recibió un hombre con una cara de malo que me dice ¿de dónde es usted? De Regio ¿Qué pueblo? Y reconoció en el hablar que era de Santa Vitoria y nos empezamos a llevar bien. Me preguntó por todo el pueblo, había dejado una novia allí. Me preguntó qué sabía hacer y le dije que era carpintero, que podía hacer puertas, ventanas. Su respuesta fue ‘mirá, acá es otro trabajo, acá hay que hacer, arreglar telares, arreglar lanzaderas’. Era un trabajo muy distinto. Y empecé a mirar cómo era, con miedo. Si habré andado bien que estuve ahí hasta el año ‘60 en que la fábrica empezó a andar mal. Y me pagaron con cierres, hilos y cosas así, nada. Nada, y cuando me fui a jubilar, no se habían hecho los aportes.

De regreso

“Por el año ‘66 volvimos a nuestro pueblo, yo tenía una hermana de mi mamá, allá. Todo era distinto, después de la guerra hicieron todo moderno. Mi último recuerdo tenía señales de la guerra y, además, cuando me fui había una inundación por el río Pó y las casas quedaron tapadas de agua, destruidas, y se hizo todo nuevo. Pasaron 18 años y no reconocimos nada, solo quedaba en pie la casa del abuelo materno porque estaba en un lugar alto y pudimos visitarla.

“Ahora, le digo una cosa, cuando uno hace, 18 o 20 años que falta del pueblo y vuelve, encuentra los parientes, los tíos, las tías, todavía allá encuentra amigos, después de tanto tiempo. Es una cosa, una ‘bandorria’, para aquí, para allá, todo el tiempo a la casa de uno, a la casa de otro, a comer, a recorrer. Qué emoción enorme, aunque de a ratos resultara difícil pensar que era el mismo lugar en que vivimos.

“Ya estando aquí de vuelta, a mis parientes le habían instalado el teléfono y me llamaron, creía que era una broma.  Y me puse de tal forma que no sabía si contestarles en castellano o en el dialecto. Pensé que se me iba a salir el corazón, parecía que estaban acá. Que increíble hablar con ellos tan lejos.

“Una curiosidad que recuerdo es que, cuando fui a Italia, no podía hablar en italiano. Acá no podía hablar en castellano y allá no me salía el italiano o mezclaba palabras en castellano y no me entendían. Desubicado aquí y allá”.

 

“En 1966 volvimos a nuestro pueblo. Habían pasado 18 años y no reconocimos nada, solo quedaba en pie la casa del abuelo materno”.

 

 

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