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Suleiman, cronista de un mundo desquiciado

El humor y el silencio son las alas que permiten que tomen vuelo las historias cinematográficas de Elia Suleiman. Los planos fijos y las escenas aparentemente desconectadas se integran con sutileza para construir relatos en los que el director palestino expresa la rebeldía ante un mundo injusto e inhumano. 

 

Gustavo Labriola

Especial para EL DIARIO

Elia Suleiman, palestino nacido en Nazareth, es un director que ha hecho gala de una particular visión de los conflictos de su tierra y la relación entre israelíes y palestinos. Se percibe en su formación la influencia de su admirado John Peter Berger (1926-2017), escritor, crítico de arte y pintor británico. Ejemplo de ello es la aguda película Intervención divina (2002) en la cual se exterioriza la relación entre el protagonista, el propio Suleiman que vive en Jerusalén, con una mujer palestina que reside en Ramallah y sus encuentros amorosos en un retén fronterizo ubicado en el límite entre las dos ciudades, dado que ninguno de los dos puede atravesarlo.

En el filme, pleno de humor sutil y en muchos casos negro, el director retrata la cotidianeidad de quienes viven en un territorio que acumula décadas de incoherencia y desacuerdos políticos. Con escenas que semejan viñetas, Suleiman, conjuga la situación social con su rutina diaria envuelta en el drama de la enfermedad de su padre y los encuentros furtivos con su novia. La historia fílmica contiene una ingeniosa trama que evidencia un espíritu inquieto, rebelde y utiliza estética y semánticamente los planos que matizan y afirman su posición filosófica e ideológica.

De repente, el paraíso (2019) es la última película de Suleiman. Fue realizada gracias a una pléyade de productores que incluyen capitales palestinos, árabes, turcos, alemanes, franceses y canadienses. Trata sobre un director de cine (el propio Suleiman) que sale de su Nazareth y recorre París, New York, y Montreal, buscando financiación para una película sobre la paz. En el itinerario, el protagonista comprueba que en todo el mundo se regodea la violencia, la humillación y la deshumanización. Y para eso no necesita mostrar ningún acto cruel ni explícitamente agresivo. Le bastan las ciudades vacías y la humanidad ausente.

Viaje por el mundo

En “De repente, el paraíso”, Suleiman como actor es un Buster Keaton moderno. Con un ligero movimiento de cejas y un permanente mutismo expresa el sentimiento que atraviesa al protagonista: el temor y la angustia del hombre contemporáneo. Es un filme claramente político, con un barniz de comicidad solemne, ascética, negra, que utiliza la obviedad del silencio para expresar la agresión que cotidianamente recibe el hombre.

En las desoladas calles de ciudades habitualmente populosas y transitadas, el protagonista es un ciudadano del mundo, que luego de emigrar de Palestina, se encuentra con seres anónimos y comunes que hacen de la caza su único desahogo; hurtadores de limones; agentes policiales o parapoliciales corriendo y castigando a seres indefensos; asistentes sociales y sanitarios que encaran a homeless con interrogatorios y ofrecimientos que luego se concretan a medias. Son recreaciones que soporta un personaje hierático digno de Samuel Beckett o Eugène Ionesco.

El de Suleiman es un cine del absurdo y de la ironía; el absurdo de un mundo que se observa incoherente, grotesco, hasta llegar a la desesperación. Al director palestino le basta perseguir la paz mostrando la violencia y la enajenación. Pero también advierte sobre las consecuencias de mercados solo interesados en provecho económico en desmedro de las personas. Al mismo tiempo, exterioriza la conexión existente entre los países que bajo un manto de democracia no hacen nada concreto y pertinente para evitar la marginalidad, y las desigualdades sociales, fundamentalmente las de género.

En “De repente, el paraíso”, Suleiman muestra las inequidades de un mundo hipócrita.

Estilos

Con admirable sobriedad, Suleiman dirige un reducido elenco de actores y actrices que son eficientes en transmitir el sentido de la película. Hay una particularidad: como en la mayoría de sus largometrajes, en “De repente, el paraíso”, Suleiman no es solo el personaje principal, sino que se interpreta a sí mismo. En ese sentido, es también un Jacques Tati contemporáneo, más preocupado por exhibir la sinrazón de la actualidad que el avance de la modernidad.

La austeridad de gestos no hace más que acrecentar el sentido, la metáfora y la explicitación del interior desconsolado del protagonista. Sus ojos muy abiertos, impasibles, certifican su curiosidad e incomprensión frente a la realidad. Consigue, con los planos fijos -muchas veces mantenidos con una constancia que interpela al espectador- la concentración necesaria que permite percibir la denuncia, la rebeldía, la toma de posición consciente que Suleiman exterioriza melancólica y alegóricamente.

En efecto, ha dicho que para él es esencial el plano fijo y ha defendido su permanencia en el tiempo como un factor capaz de provocar una multiplicidad de lecturas. Suleiman explica con el silencio, y utiliza la observación y el humor para reforzar el mensaje. “Donde hay humor, hay algo muy serio. El humor es una forma de gritar, una forma de gritar más fuerte”, supo decir.

Por estas cuestiones es que sus películas son más simbólicas que directas, sin por eso dejar de ser evidentes. La fotografía, la música y el montaje son impecables, en una realización que acrecienta su importancia después de verla y recordar los fragmentos que simulan ser independientes, pero que conforman un mensaje claro de sinrazón, locura cotidiana, espanto y pesimismo político.

“El buen cine consuela, porque nos da la ilusión de que el arte puede cambiar algo”, indicó. “Creo que la suma total de la actividad cultural es en sí misma una forma de resistencia al statu quo, pero por desgracia el mundo está en una regresión”, postuló. “Los poderes más perversos están tomando el control de forma mucho más rápida que el proceso artístico lento, educativo o de placer que nos señala constantemente que tenemos que detener a estos hijos de puta”, sentenció Suleiman.

 

 

 

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